“Nomadi
che cercano gli angoli della tranquillità / nelle nebbie del nord e
nei tumulti delle civiltà, / tra i chiari scuri e la monotonia / dei
giorni che passano, / camminatore che vai / cercando la pace al
crepuscolo, / la troverai / alla fine della strada”.
Como
en esta canción de Franco Battiato, "Nomadi", éramos
caminantes que buscábamos la paz al crepúsculo, y finalmente la
encontraríamos, al final de unas carreteras que en la primera
jornada nos parecían interminables, pero que pronto se volvieron más
domésticas y acogedoras. En realidad, la primera canción que nos
había inspirado este viaje había sido otra, muy obvia, uno de los
más famosos temas de Gabinete Caligari:
“Todo
el mundo sabe que es difícil encontrar / en la vida un lugar / donde
el tiempo pasa cadencioso y sin pensar / y el dolor es fugaz. / A la
ribera del Duero / existe una ciudad, / si no sabes el sendero /
escucha esto”.
Nos
habíamos planteado descubrir la provincia de Soria durante gran
parte de la Semana Santa, a nuestro ritmo. Como íbamos en coche,
desde Estepona, y sólo conduzco yo, decidimos que el primer día
haríamos noche en algún punto intermedio (elegimos Almagro), y el
segundo día llegaríamos a nuestro ansiado destino. Habíamos
reservado además en una casa rural, en uno de los minúsculos y casi
despoblados pueblecitos que puntean la geografía soriana,
concretamente en Los Villares de Soria. Con estos pocos mimbres y mi
escaso conocimiento previo de esta provincia, reducido a El Burgo de
Osma, San Esteban de Gormaz, Medinaceli y las ruinas de Numancia, en
fugaces visitas años atrás, nos plantamos en esta aventura de la
que hemos salido fascinados. Y dando la razón al eslogan turístico
oficial de esta provincia: "Soria, ni te la imaginas". Es
cierto que no nos la imaginábamos hasta que la hemos descubierto...
MEDINACELI
La
primera parada, nada más entrar en la provincia desde Guadalajara,
era obligada en Medinaceli. Nos quedamos primero al pie del cerro, en
el breve pueblo nuevo crecido en torno a la carretera nacional y las
vías del tren, para parar a comer en el restaurante Carlos Mary,
antiguo enclave de camioneros que ahora ofrece menús económicos
pero suculentos, con una amplia lista de espera para conseguir mesa
pero ágilmente gestionada. Una vez repuestas las fuerzas, ascendimos
a la villa antigua, deslumbrándonos con el arco romano, y
callejeando por las estrechas vías solitarias entre tapias de piedra
muda y húmeda, entrando en la hueca amplitud de la desproporcionada
colegiata, testigo de una época de esplendor de la que observamos
los despojos.
Paseando erráticamente en el vasto vacío de la enorme
y destartalada Plaza Mayor. Saliendo por el "arco árabe" y
paseando por las roídas murallas, de sillares descarnados, entre
pastizales quemados de la helada y ralos pinares, que dan paso a
dilatados horizontes de parameras, la ostensible soledad de las
Tierras de Medinaceli. Tras encontrar un mosaico romano musealizado
en una plazoleta, abandonamos la villa para seguir camino hacia la
capital y Los Villares.
ALDEALSEÑOR
El
gran leitmotiv que nos impulsaba irresistiblemente a descubrir Soria
era un referente cinematográfico. En la película "El cielo
gira", de Mercedes Álvarez, de 2004, su directora retrata la
vida cotidiana de su pueblo natal, Aldealseñor, en las Tierras Altas
sorianas, durante un año. Se trata de un lugar minúsculo y aislado
en el que sólo quedan 14 habitantes, y el propósito era ser
testigos de la que probablemente sea la última generación residente
en el lugar tras un milenio de historia ininterrumpida. La soledad,
las conversaciones entre estas personas, los paisajes, nos habían
impresionado y daba la casualidad de que nos alojábamos a escasos
siete u ocho kilómetros de este lugar que, como si fuese un milagro,
aún sigue existiendo. Así que a nuestra llegada, dado que era tarde
y no nos alejaríamos mucho, decidimos acercarnos a Aldealseñor.
En
el breve espacio de unos pocos kilómetros se suceden varios pueblos
que no se adivinan en el paisaje, a pesar de que es en general llano,
ya que las vistas se interrumpen por bosquetes o suaves lomas entre
los cuales se camuflan a la perfección los minúsculos caseríos,
del mismo color que la tierra y con edificaciones achaparradas,
inclusive a veces las iglesias o ermitas, donde no abundan las torres
y sí las espadañas. Atravesamos Cirujales del Río, donde ya
contemplamos la arquitectura pétrea de estos pueblos serranos antaño
poblados por ganaderos mesteños.
Llegamos
a Aldealseñor. El pueblo conserva una imponente mansión señorial
de los Salcedo, con una alta torre y enorme blasón de piedra en la
fachada principal, abierta frente a un gran patio con arcadas.
Monumento desmesurado para tan breve y humilde caserío que lo
circunda, y tan solitario. Paseamos por las calles, algunas con más
pinta de camino rural entre muros semiderruidos que otra cosa.
Descubrimos las fuentes, y la iglesia, donde unos niños jugaban a la
pelota en el frontón que conforman sus muros. Muy poca gente más.
Muchos cardos, parecidos a alcachofas espinosas, blanquecinos, en las
cunetas. Más tarde volveríamos a recolectar algunos para usarlos
como elemento decorativo en casa. Y, sobre todo, el silencio.
Avanzamos
un poco más, hasta Aldealices, con una sencilla iglesia románica
que es toda una miniatura de piedra, en un suave altozano previo al
brevísimo caserío. En todo el camino casi no nos cruzamos con
nadie, ni peatones ni vehículos.
SORIA
PURA, CABEZA DE EXTREMADURA
Al
día siguiente amaneció lluvioso, y no nos atrevíamos a hacer
planes de excursiones lejos del hotel. Así que empezamos por
acercarnos a Soria capital, que la teníamos a 17 kilómetros.
Aparqué junto a la iglesia de Nuestra Señora del Espino y el
cementerio, y bajamos a la Plaza Mayor, a pocos metros. Completamente
desierta, y más pequeña de lo que me la había imaginado.
“I
viandanti vanno in cerca di ospitalità / nei villaggi assolati / e
nei bassifondi dell'immensità / e si addormentano sopra i guanciali
della terra. / Forestiero che cerchi la dimensione insondabile, / la
troverai, / fuori città, / alla fine della strada”.
Encuentro
con el románico, elemental y con la belleza de las cosas humildes en
el claustro de la Concatedral de San Pedro, acosada por bloques de
pisos que pretenden asomarse a sus chatas arcadas. Refugiados de la
lluvia en las naves del templo, al igual que los pasos de la Semana
Santa soriana que allí pudimos ver, de facturas sencillas y nada
pretenciosas, al poco decidimos salir para acercarnos al padre Duero.
De vuelta al coche, visitamos el cementerio, con la tumba de Leonor
Izquierdo, viuda de Machado, con el hermoso y conciso epitafio que
éste le dedicó en su lápida, simplemente: "A Leonor / de
Antonio". Poemas del autor más soriano, sin ser de Soria,
también fuera junto a un "olmo viejo, hendido por el rayo y en
su mitad podrido", espectacular tocón de formas hinchadas y
retorcidas por el paso de los años en la dura intemperie de estas
altas tierras.
Bajamos al río, donde debió estar el olmo original
que inspiraría al maestro, y hacemos a pie el paseo hasta San
Saturio. Roca horadada por la naturaleza y habitada por el eremitismo
que derivó en leyenda, devoción y más materia literaria, en este
caso para Gaya Nuño y su novela "El santero de San Saturio".
Curiosa ermita en la que la obra humana y la natural se hibridan
creando una mezcolanza santurrona y fría en un doméstico laberinto
de roca.
Vuelta a las márgenes de la ciudad y visita a San Juan de
Duero, otro cenobio medieval, más misterioso si cabe con sus arcos
entrelazados hoy descubiertos en un claustro transmutado en verde
prado cuadrangular, con extrañas notas orientales introducidas por
los templarios en pleno páramo castellano.
NUMANCIA
Nos
vamos a comer al cercano Garray, heredero de la legendaria Numancia
que corona el cabezo sobre la actual población. Visita obligada de
todo el que pase por Soria, y básica para comprender episodios
cruciales de la historia local, española y universal.
Estos,
Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora / campos de soledad, mustio
collado, / fueron un tiempo Itálica famosa...
Los
versos de Rodrigo Caro se referían a Itálica, pero yo los aplicaría
perfectamente, mucho más atinadamente, a Numancia. El cerro pelado,
solitario, arrasado, batido por el viento y la lluvia... El aire
heroico que se respira emanando de su historia, tan mitificada por
otra parte, pero ahí están los hechos... Vuelvo a recorrer sus
esqueletos de calles, y a penetrar en sus casas reconstruidas,
celtíbera y romana. En esta ocasión me compro una camiseta en la
tienda.
CALATAÑAZOR
Sin
miedo a perder el tambor, como dicen que le pasó allí a Almanzor
hace ahora algo más de mil años, vamos a pasar la tarde a
Calatañazor. El tiempo empeora y la lluvia ya no nos dejará.
Llegamos al pueblo atravesando un vallejo y tras algunos recodos de
la carretera aparece el núcleo medieval, apiñado sobre un cerrete
rocoso.
Subo con el coche hasta la iglesia, atravesando una calle de
casas soportaladas sobre pies de madera. Algo más arriba, en una
placeta, hay un busto del militar y gobernante andalusí, cuyo poder
encontró fuerte resistencia en estas tierras de la frontera del
Duero.
Un poco más allá la desnivelada Plaza Mayor y el castillo en
un rincón, con su enorme torre roída por el tiempo. Paseando por un
callejón encontramos un camino que baja entre las rocas hasta unos
sepulcros labrados en la piedra, una necrópolis altomedieval,
perdida en mitad de un paisaje alucinante, desleído entre la niebla
y la fina lluvia, y blanqueado por la densa granizada que había
caído poco antes de nuestra llegada y que al principio confundimos
con nieve. Algunas compras de productos de la tierra, e incluso de un
libro sobre castillos de la región castellano-leonesa, en un par de
tiendecitas del pueblo y nos despedimos de este trocito de Edad Media
tan bien conservado.
CASTILFRÍO
DE LA SIERRA
Aún
tenemos ganas de dar un último paseo, y nos asomamos a Castilfrío
de la Sierra, pues nos habían dicho que es un pueblo que también ha
conservado su arquitectura popular muy bien. Aquí no hay ningún
tipo de establecimiento turístico, y el pueblo sigue siendo una
aldea perdida de casonas de piedra entre pastos y montes, en la
comarca de las Tierras Altas, cerca ya del puerto de Oncala (de
exquisitos quesos).
Asentamiento de ganaderos del Honrado Concejo de
la Mesta, las grandes viviendas de sillería con blasones y fechas
del siglo XVIII grabadas en los dinteles se apiñan muy cerca unas de
otras, creando estrechos callejones, como para protegerse del frío
de este desolado entorno. Una ermita solitaria en un altozano
próximo, la iglesia con recio pórtico, y la casa de Sánchez Dragó,
que ya nos habían advertido que había venido a vivir a este
apartado lugar. No fue difícil distinguirla, dado que es todo un
templo a la horterada, coronada por enormes cabezas de Buda y
tachonada por multitud de estrambóticas plaquitas y azulejos con las
más peregrinas inscripciones, toda ella tan sincrética y
rimbombante como su ditirámbico propietario.
LA
LAGUNA NEGRA
A
la mañana siguiente, salimos de Los Villares de Soria en dirección
a La Rubia, y continúamos de frente, pasando por ese rinconcito
bucólico que es Portelrubio, y algunas otras mínimas aldeas, así
como la Casa Fuerte de San Gregorio, otro desmesurado palacio
parecido al de Aldealseñor, de gran patio porticado abierto al
frente, en este caso con una gran iglesia, situado en medio de la
nada.
Nos adentramos en el Valle, tierra de verdores sin cuento, y la
arquitectura de los pueblos se va blanqueando: Tera, Valdeavellano de
Tera, Sotillo del Rincón. Avanzamos por la comarca de Los Pinares,
hasta que llegamos a la llamada "Corte de Pinares", la
rotunda Vinuesa. Recias casas pétreas hoy en día ya muy remozadas,
dando un aire muy turistizado a un pueblo que me pareció que ha
perdido parte de su encanto pasado. Desde allí se sube a uno de los
asombros naturales de la provincia soriana, y uno de sus más famosos
reclamos: la Laguna Negra.
Entre
una fina llovizna, íbamos avanzando por carreteras cada vez más
estrechas y más encerradas entre densos bosques de pinos. Cuando
estábamos a punto de llegar, la lluvia ya había pasado a ser una
nevada en toda regla. Al ser Semana Santa, un kilómetro antes de
llegar a la Laguna estaba cortado el acceso en vehículos
particulares, y había que seguir andando o en un autobús dispuesto
al efecto. Optamos por lo segundo, debido a lo que nevaba y a que era
muy barato. El autobús deja al inicio de un sendero, perfectamente
señalizado y marcado, que en pocas decenas de metros, algunos
ascendiendo por peldaños de piedra, nos permitirá asomarnos a esa
maravilla paisajística que es la Laguna Negra, que bajo la nieve nos
parecía más negra (y blanca) que nunca. Simplemente indescriptible.
La quietud de la lámina de agua opaca, encerrada en su redondez
entre los ciclópeos bloques rocosos de los Picos de Urbión,
salpicados de pinos, todo ello blanqueado por la nieve que hacía
desaparecer los colores y lo convertía todo en una foto en blanco y
negro, y difuminado por la niebla, o nubes bajas, que hacían que el
contraste se fuera perdiendo hacia arriba sin que apenas
distinguiésemos dónde terminaba de ascender la montaña, fundida en
gris. Estampas de tarjeta navideña.
A
la vuelta, breve parada en Molinos de Duero. Pueblo de postal, de
enormes casonas construidas con firmes y nobles sillares, donde no
falta la heráldica sobre los portales y balconadas, a orillas del
Duero embalsado e inmerso entre interminables y densos pinares.
LA
RUTA DE LAS HUELLAS DE DINOSAURIO
Decidimos
dedicar la tarde a seguir la llamada Ruta de las Icnitas. Las icnitas
son huellas fósiles de dinosaurio, y en el norte de la provincia de
Soria así como en pueblos cercanos de La Rioja existe un buen número
de este tipo de yacimientos. Nunca había visto algo de tales
características, así que la curiosidad era muy fuerte. Ascendimos
el puerto de Oncala, de severos paisajes entre amplias lomas. Me
detengo un instante y tomo un ramal a la izquierda que en pocos
metros nos introduce entre las ruinas de un pueblo abandonado,
Villaseca Bajera. Los muros de la iglesia siguen en pie entre prados,
y los esqueletos de las casas forman el decorado perfecto de un
“pueblo fantasma”. Incluso la carretera está tomada por la
vegetación, que crece hasta en la más mínima grieta del envejecido
asfalto. Es la desolación del abandono que tan frecuentemente se
observa en las tierras sorianas, con multitud de despoblados y muchos
pequeños núcleos que cualquier día también despedirán a su
último habitante.
Seguimos
hasta llegar a Villar del Río, donde está el Aula Paleontológica
que sirve de centro de recepción. Pero decidimos ir directamente a
los yacimientos, que están bien indicados, así que nos acercamos,
por una carreterita minúscula, hasta el también pequeño pueblo de
Bretún. Recio nombre para un lugar austero, pero hoy presidido por
la figura de un Triceratops, junto a las primeras icnitas. Una laja
de piedra inclinada en la ladera, en la que por más que forzamos la
vista nos cuesta distinguir las huellas. Un señor nos indica que las
de Santa Cruz de Yanguas, otro pueblo vecino, se ven mucho mejor.
Allí nos vuelve a caer una fuerte nevada, pero la curiosidad puede
más y salgo a hacer unas apresuradas fotos. Las huellas, que parecen
de gallinas gigantes, están pintadas en negro y con el borde marcado
por un trazo blanco.
A
la vuelta, por estas tierras solitarias, detengo el coche un
instante: a nuestra derecha, una manada de ciervos corre por los
campos y cruza la carretera por la que veníamos, a pocas decenas de
metros de nosotros. La conocida señal de tráfico de forma
triangular y con la silueta de un ciervo saltando, que avisa del
peligro de animales salvajes a los conductores, cobra entonces todo
su sentido y comprendimos que quien la diseñó en su día estaba
pensando en Soria, naturalmente.
Pasado
de nuevo Villar del Río, otra parada es el yacimiento de
Fuentesalvo, con más huellas petrificadas. Más arriba, pasamos de
nuevo el puerto de Oncala, ahora con los lomos blanqueados por la
fina nevada que sigue cayendo. Al pasarlo, aparecen grandes claros
entre las pesadas nubes y los altos páramos sorianos se abren en una
magnífica puesta de sol que impacta en nuestras retinas, ya
saturadas de paisajes y emociones.
LOS
VILLARES DE SORIA
Nuestro
hogar soriano merece con creces para nosotros dicha denominación,
sobre todo en dos de las acepciones de la palabra "hogar"
según el DRAE:
-
Casa o domicilio.
- Familia, grupo de personas emparentadas que
viven juntas.
Porque,
efectivamente, Los Villares de Soria más que un pueblo es como una
familia, dada su escala tan doméstica, y la casa rural donde nos
alojamos (Centro de Turismo Rural Los Villares) viene a ser el centro
donde confluye toda la vida cotidiana de esta comunidad, en la que
los que estábamos de paso nos sentimos plenamente integrados en todo
momento. A lo acogedor del alojamiento y del bar-restaurante
contribuye desde luego el componente humano que lo anima: los
inefables Aurelio y Lourdes, y sus dos hijos. Amables, simpáticos,
buenos consejeros, ¡y unos excepcionales cocineros! Qué más
podíamos pedir. Además, buenos conversadores, y enamorados tanto de
su tierra como de los viajes, como nosotros, a cualquier rincón del
mundo. La verdad es que con ellos nos sentimos en nuestra propia casa
los días que pasamos allí, y Los Villares se convirtió en uno de
esos sitios a los que uno, antes de haberse ido, ya está deseando
volver.
La
cocina es uno de los fuertes de este establecimiento, ya que se trata
de recetas muy innovadoras y personales, que combinan toques
vanguardistas con los productos y recetas tradicionales y propios de
la ubérrima tierra soriana. Papel destacado ocupan las setas, de
tanta variedad y abundancia en este terruño, que en esta casa han
sido elevadas a delicatessen, eso sí, al alcance de todos los
bolsillos. Difícil de olvidar es también la cuajada, hecha con
lecha de oveja fresca todos los días, que participa en numerosos
postres. Y otras delicias como los rollitos de cecina rellenos de
membrillo (y más cosas que no recuerdo, todas ricas), o el embutido
de carne de ciervo, de recio y potente sabor. Así como los quesos de
Oncala, de una suavidad difícil de igualar. Las ensaladas, en las
que Lourdes combina distintas verduras con gran maestría, también
nos alegraron las cenas. Y las torrijas que degustamos una de las
tardes nos supieron a gloria. Sin duda, para comer excepcionalmente
bien, y a buen precio, en Soria, hay que ir a Los Villares.
La
paz del lugar es, por descontado, uno de sus mayores atractivos. El
silencio absoluto durante las noches, y las mañanas con el canto de
los pájaros como única muestra sonora de vida en el pueblecito son
todo un bálsamo contra todo tipo de estrés. Debíamos volver a
casa, y no queríamos. Queremos volver a aquella casa, y en cuanto
podamos lo haremos.
CODA
Quedan
muchos rincones por recorrer de esta provincia. Soria ostenta una de
las menores densidades de población de la Unión Europea, y con
frecuencia teníamos la sensación de que había más animales que
personas. Tierra de pueblos que a veces son caseríos reducidos a su
mínima expresión, acurrucados en cualquier mínima arruga del
terreno, rodeados de sotos y prados, y conectados por carreteras que
son una estrecha cinta saltarina entre los campos. Horizontes de
aerogeneradores. Bancos de piedra con abuelos que ven pasar ante
ellos un tiempo que se extingue, como otrora ocurriera con los
dinosaurios que también hollaron estos predios, aquellas "gallinas
gigantes de tiempos de los moros", como algunos pensaron que
eran. Una gran reserva, humana y natural, de paisajes sorprendentes y
donde es fácil encontrarse con uno mismo y difícil encontrarse con
otros. La "Soria pura, cabeza de Estremadura" que reza la
heráldica local.
Y
entretanto, el cielo gira...
(Texto y fotos: Alejandro Pérez Ordóñez)