Cauce fluvial histórico, testigo de numerosas historias y
leyendas, Machado escribió que “El Duero cruza el corazón de roble/ de Ibería y
de Castilla”. Recorre casi 900 kilómetros a lo largo de sus tramos españoles y
portugueses para terminar sus días en el Atlántico. Desde los lejanos picos de
Urbión, en Soria, atraviesa como una espada las también castellanas provincias
de Burgos, Valladolid, Zamora y Salamanca, hasta la ciudad portuguesa de
Oporto. Frontera de más de un centenar de kilómetros entre dos países que en
muchas ocasiones se han ignorado, su ribera alberga vinos de fama universal y
parques naturales, los Arribes, considerados como una de las joyas naturales de
la Península.
Desde el puente Luis I hasta el océano hay apenas cinco
kilómetros que se puede convertir en una agradable caminata a través de un
paseo paralelo al río. Pero si no se quiere andar se puede coger uno de los
tranvías históricos delante de la iglesia de San Francisco, una de las cumbres
del barroco portugués, que nos acerca a nuestro destino. El mencionado puente
une Oporto con la vecina localidad Vila
Nova de Gaia. Construido en 1886 por un discípulo de Gustave Eiffel, consta de
dos pisos, ambos abiertos para los peatones, por el superior discurre una línea
de metro y por el inferior los automóviles, y desde sus alturas nos ofrece una
hermosa panorámica de las dos orillas. A la izquierda, las bodegas que han dado
gloria a esta ciudad y unas barcazas de carga, los antiguos ravelos, que antaño
sirvieron para el transporte de toneles de vino y que hoy es un reclamo
turístico ya que se suelen organizar pequeños cruceros. La escasa pendiente que
tiene el Duero en estos tramos permite que sea en su mayor parte navegable.
Pero nuestra propuesta consiste en seguir la margen derecha,
o sea, la de Oporto, que nos lleva a una zona de barrios populares. Tenemos que
superar el último viaducto, el Ponte de Arrábida, y enseguida nos vemos
inmersos en un enclave netamente marinero. Foz de Douro es en realidad
un antiguo poblado de pescadores que, sin perder sus tradicionales usos,
convive hoy con una zona exclusiva de lujosas viviendas y espectaculares vistas
sobre todo el entorno.
En el horizonte ya divisamos el punto exacto de la
desembocadura que aparece presidido por dos faros. El de Felgueiras se adentra
en un pequeño espigón y a su izquierda el más pequeño Da Barra do Douro. Sin
duda el mejor lugar para ser testigos de los últimos compases de este
legendario río.
El día estaba revuelto y el Duero, tras un largo viaje para
encontrarse con el Atlántico, parece hacerlo con furia, en tanto que el océano
rompe en olas que se nos antojan nubes. El conjunto resulta espectacular y
ojalá podamos ser capaces de captar con nuestra cámara lo que nuestros ojos
ven. Frente a frente, Duero y Atlántico se ven al fin las caras. La soledad del
Duero es más grande que nunca en este combate desigual con el inmenso océano. Y
no nos quitamos de la cabeza los versos de Gerardo Diego: “Río Duero, río
Duero/ nadie a acompañarte baja,/ nadie se detiene a oir/ tu eterna estrofa de
agua.”
Resulta inevitable, asimismo, evocar su recorrido hasta
llegar a este punto. Este río, testigo de la Castilla más profunda, tiene mucho
que contar de su aventura por la vieja Iberia. Es el final de un largo camino.
Como escribió Jorge Manrique: “Nuestra vida son los ríos/ que van a dar en la
mar/ que es el morir,(...)”.
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