Dicen que el turismo
masivo está acabando con el alma de Venecia. Cerca del puente Rialto hay un
contador luminoso de las personas que residen en su casco histórico que no para
de disminuir porque, mientras la ciudad se llena de foráneos, sus vecinos se están marchando. Ya ha perdido la dos terceras parte de su población por las incomodidades de vivir en una ciudad invadida todos los días,
con los precios por las nubes, aislada
en el mar y con frecuentes inundaciones. La población autóctona se está
marchando a “tierra firme”, a la vecina ciudad dormitorio de Mestre.
Pero, sobre todo, Venecia padece de un mal que no parece tener cura, derivado de la fascinación
que sigue ejerciendo sobre todo tipo que gente. Una ciudad única, varada en el
mar y en el tiempo, imposible, compuesta por casi 120 islas, 200 canales y más
de 400 puentes que sigue atrapando, como hace siglos, a todo el que la visita.
Dicen también que es el paraíso de los fotógrafos. Y es cierto. Pero en
ocasiones se encontrarán desbordados en un lugar donde no se conocen
las construcciones modernas ni los automóviles, resultando casi imposible captar un gran cúmulo de sensaciones abriéndose camino en plena marea humana. Es el
estrés del fotógrafo. Sobre todo si se
dispone de sólo un día, como la mayoría de los turistas. Por ello la primera
impresión será de desconcierto. Llegados a la estación Santa Lucía ya no sabrán
dónde dirigir sus cámaras. Tanto si se accede en el vaporetto como si se
opta por ir andando para que la ciudad nos engulla desde el primer momento
intentando seguir las señales que nos llevan a San Marcos o Rialto. La
tentación de dejar a un lado la cámara y dejarse llevar por el entorno aparece
como en ningún otro lugar. Necesitamos tiempo para asimilar todas las
sensaciones.
Si se entra por el
Gran Canal, la gran avenida de Venecia, la experiencia no dejará indiferente a
nadie. Allí está la vida. El día a día fluye en la principal vía de tránsito de
todo tipo de mercancías y de trabajadores y donde se realizan la mayor parte de
las actividades de sus habitantes.
Pero hay que esperar
al atardecer para buscar la esencia de la ciudad. El sol empieza a declinar,
los visitantes a marcharse y muchos a llenar los restaurantes. Por un instante el Gran Canal y el
entramado de pequeños canales se queda casi vacío y todo recupera la calma. Entonces es
posible escuchar a los gondoleros cantar y perderse de nuevo por el laberinto
de callejuelas para desembocar en las plazas. Esta calma recuerda lo que debió
ser esta ciudad en otro tiempo.
Al final de la
jornada, cuando debemos iniciar el camino de regreso, siguiendo ahora las
señales hacia la Ferrovía, vamos dejando con pesar a nuestras espaldas rincones cada vez
más bellos. El mismo paisaje que hemos visto todo el día pero ahora nos parece
diferente. Entonces el interior de Venecia parece una medina de un país árabe
en pleno corazón de Europa. Oriente y Occidente. Encrucijada de caminos y de
culturas. Eterna. En el ocaso se recupera el misterio de esta ciudad varada en
el tiempo que todos los días al atardecer reencuentra su alma.
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