viernes, 8 de agosto de 2014

El alma de Venecia



 Dicen que el turismo masivo está acabando con el alma de Venecia. Cerca del puente Rialto hay un contador luminoso de las personas que residen en su casco histórico que no para de disminuir porque, mientras la ciudad se llena de foráneos, sus vecinos se están marchando. Ya ha perdido la dos terceras parte de su población por las incomodidades de vivir en una ciudad invadida todos los días, con los precios por  las nubes, aislada en el mar y con frecuentes inundaciones. La población autóctona se está marchando a “tierra firme”, a la vecina ciudad dormitorio de Mestre.

Pero, sobre todo, Venecia padece de un mal que no parece tener cura, derivado de la fascinación que sigue ejerciendo sobre todo tipo que gente. Una ciudad única, varada en el mar y en el tiempo, imposible, compuesta por casi 120 islas, 200 canales y más de 400 puentes que sigue atrapando, como hace siglos, a todo el que la visita. Dicen también que es el paraíso de los fotógrafos. Y es cierto. Pero en ocasiones se encontrarán desbordados en un lugar donde no se conocen las construcciones modernas ni los automóviles, resultando casi imposible captar un gran cúmulo de sensaciones abriéndose camino en plena marea humana. Es el estrés del fotógrafo.  Sobre todo si se dispone de sólo un día, como la mayoría de los turistas. Por ello la primera impresión será de desconcierto. Llegados a la estación Santa Lucía ya no sabrán dónde dirigir sus cámaras. Tanto si se accede en el vaporetto como si se opta por ir andando para que la ciudad nos engulla desde el primer momento intentando seguir las señales que nos llevan a San Marcos o Rialto. La tentación de dejar a un lado la cámara y dejarse llevar por el entorno aparece como en ningún otro lugar. Necesitamos tiempo para asimilar todas las sensaciones.

Si se entra por el Gran Canal, la gran avenida de Venecia, la experiencia no dejará indiferente a nadie. Allí está la vida. El día a día fluye en la principal vía de tránsito de todo tipo de mercancías y de trabajadores y donde se realizan la mayor parte de las actividades de sus habitantes.

Pero hay que esperar al atardecer para buscar la esencia de la ciudad. El sol empieza a declinar, los visitantes a marcharse y muchos  a llenar los restaurantes. Por un instante el Gran Canal y el entramado de pequeños canales se queda casi vacío y todo recupera la calma. Entonces es posible escuchar a los gondoleros cantar y perderse de nuevo por el laberinto de callejuelas para desembocar en las plazas. Esta calma recuerda lo que debió ser esta ciudad en otro tiempo.

Al final de la jornada, cuando debemos iniciar el camino de regreso, siguiendo ahora las señales hacia la Ferrovía,  vamos dejando con pesar a nuestras espaldas rincones cada vez más bellos. El mismo paisaje que hemos visto todo el día pero ahora nos parece diferente. Entonces el interior de Venecia parece una medina de un país árabe en pleno corazón de Europa. Oriente y Occidente. Encrucijada de caminos y de culturas. Eterna. En el ocaso se recupera el misterio de esta ciudad varada en el tiempo que todos los días al atardecer reencuentra su alma.  































































































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