Una de las imágenes más
repetidas de la geografía andaluza. Casi un icono. Un compendio de todo lo que
puede ofrecer al visitante. Una silueta inconfundible, arriba de la peña, casi
en volandas en un entorno moldeado por el río Guadalete, que desde el primer
momento fascina. Y aunque muchos se quedan con esta imagen, Arcos de la
frontera es algo más que una posta. No es solo una estación de paso.
Merece la pena adentrarse en su enigmático casco histórico,
lleno de sorpresas, de laberínticas calles, estrechas y tortuosas, de rincones
escondidos, de cuestas imposibles y de una sucesión de arcos, patios y caseríos
de la nobleza.
Es cierto que hay lugares que no pueden desprenderse de su pasado,
que parecen condenados a convivir con él. La dominación musulmana proyectó ese
trazado urbano tan singular. Y es difícil no perderse entre los distintos
niveles de este entramado de subidas y bajadas.
Una ciudad también partida en dos, una configuración heredada también de la época musulmana que
fue trazando este enclave de arriba hacia abajo. Los barrios alto y bajo. Tan
cerca y tan lejos. Separados por tramos de murallas y un desnivel de más de un
centenar de metros.
Fue pueblo de frontera en las líneas del frente
cristiano-musulmán hasta su conquista en el siglo XIII. Este carácter fronterizo
explica también los privilegios concedidos por los reyes cristianos a sus Concejos
y a sus pobladores.
En la parte más alta destacan, desde la lejanía, las siluetas
del castillo, levantado sobre una la antigua alcazaba, y ejemplo de
arquitectura militar medieval; la basílica de Santa María de la Asunción,
construida sobre la mezquita, y en plena judería la parroquia de San Pedro,
sobre una antigua fortaleza.
Arcos deambula entre la historia y la leyenda.